Por don Rodrigo Bueno.
Desde hace más de un siglo el término “nación” ha generado ríos de tinta, y no ignoramos que también de sangre, especialmente en los países con pulsiones separatistas, como por desgracia es el caso de España.
Decía Juan Vázquez de Mella que lo que constituye una nación es la unidad de creencias, y que solo existe una nación cuando ésta se revela por una historia común y a la vez independiente de otras historias. Por eso, para el Verbo de la Tradición, España es una nación, pero no lo es ninguna de sus regiones. [1]
No falta quien arguye que, tal como afirma el DRAE en su tercera acepción del vocablo, nación puede ser cualquier «conjunto de personas de un mismo origen y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común», por lo que es posible tener naciones como churros, al gusto del consumidor. Sin embargo, rara vez se esgrime esta palabra sin pretender afirmar algo que va más allá de este significado, de manera que podemos decir con seguridad que se trata de un término con carga política.
Se equivocan quienes afirman que la nación española se construye en el siglo XIX o que el carlismo luchó contra la creación de un Estado moderno (Estado que se había formado ya en España en el siglo XVI, esto es, en su época de mayor esplendor). Lo demuestran innumerables documentos históricos, como la Gaceta Oficial de Oñate, que en un artículo de 1836 (en plena primera guerra carlista) explicó por qué nación y soberanía son cosas distintas [2] o el Código Penal de Carlos VII de 1875, repleto de referencias al Estado y sus atribuciones, por poner solo dos ejemplos de los miles posibles.
El tradicionalismo español siempre tuvo claro que se puede hablar verdaderamente de España y de españoles desde la conversión del rey Recaredo en el III Concilio toledano del año 589, pues fue a partir de entonces cuando, merced a la unidad católica, los pueblos hispanorromano y visigodo se fundieron en uno solo, que es el nuestro. [3]
¿Desde cuándo existen, en cambio, León, Cataluña o Navarra? No hay duda de que no pueden atribuirse una antigüedad semejante. Algunas regiones españolas, como Andalucía o Valencia, son hijas de otras que estaban más al norte. Las hay que tuvieron Cortes propias, singularmente en la Corona de Aragón, y las hay que, aun conservando la denominación de “reino” (por proceder de una taifa mora), no lo eran más que sobre el papel, pues a efectos prácticos no fueron sino provincias de la Corona de Castilla. Y tampoco faltan las que, ostentando el nada deshonroso título de “provincia”, como Guipúzcoa, gozaron de fueros y privilegios.
Si hay algo que todas ellas tienen en común es que todas proceden de la fragmentación política que supuso la invasión de Tarik y Muza en nuestro suelo en el año 711. Pero el largo dominio musulmán, lejos de provocar la desaparición de nuestro pueblo (o nación), supuso la reafirmación del mismo, mediante la gloriosa empresa que se llamó la Reconquista.
Quienes pretenden que las regiones del norte desarrollaron sus propias nacionalidades al margen del resto de la Península parecen ignorar que, como escribió el arabista Francisco Javier Simonet (eminente tradicionalista), durante los primeros siglos de la Reconquista la población de los reinos del norte aumentó casi exclusivamente con los mozárabes del sur. [4] ¿Cómo cabría esperar, si no, que tan pocos lograsen derrotar a tantos? Así se explica que cuando Fernando III el Santo y Jaime I el Conquistador llegan a Córdoba y Valencia, respectivamente, no encuentran en ellas a mozárabes, pues estos se hallaban ya en las filas de sus ejércitos y no hacían más que volver a casa.
Hablamos, por tanto, de un solo pueblo. Y no creemos casual que éste complete su unidad política, por obra de los ínclitos Reyes Católicos, cuando pone fin a la causa de su división.
Para negar esta realidad, además del falaz argumento de “singularidad racial” de vascos o catalanes, desmentido por la ciencia, [5] se ha recurrido al de las instituciones propias. Pero en el caso de Vizcaya, por ejemplo, encontramos que sus fueros no proceden de antiquísimos usos consuetudinarios del “pueblo vascón”, sino de las exenciones contempladas en las cartas-pueblas y el fuero de los hidalgos, de origen evidentemente castellano, aunque en la misma Castilla se perdieran en el siglo XIV a consecuencia del uniformador Ordenamiento de Alcalá. En todo caso, nada tenían que ver con una “cultura vasca” diferenciada. De hecho, en muchas ciudades y no pocos pueblos de Vascongadas y Navarra jamás se ha hablado vascuence.
Algo similar podríamos decir de las famosas Constituciones catalanas. El origen de estas se remonta a los Usatges de Barcelona promulgados en el siglo XI por el conde Ramón Berenguer I, que no hizo sino compilar las disposiciones que venían aplicándose. Por tanto, no encontramos descabellada la frase “antes fueron leyes que reyes”. Lo que no se dice es que estas disposiciones procedían a su vez del Fuero Juzgo, es decir, del reino visigodo de España. Y es que España es milenaria, pero sus regiones no.
[1] Obras completas de Juan Vázquez de Mella, tomo X, Madrid, 1932, págs. 299 y 303 (véase nuestra anterior entrada de blog Los conceptos de nación y de Estado en el pensamiento de Juan Vázquez de Mella).
De Manuel de Santa Cruz (Apuntes y documentos para la historia del tradicionalismo español, tomo I, 1979, p. 54) extraemos además el siguiente extracto:
[2] Lejos de oponerse a una supuesta “construcción nacional”, los primeros carlistas (como antes hicieran los realistas fernandinos) ponían verdadero empeño en demostrar que la Monarquía tradicional era la esencia de la Nación española y la que representaba mejor los intereses del pueblo, calificando en cambio a los liberales como partidarios del caos y la anarquía.
El periódico oficial de los defensores de Don Carlos María Isidro (Gaceta Oficial, núm. 90, 2-9-1836, p. 462) desmontaba, eso sí, la falacia liberal de la “soberanía nacional” con estas palabras:
A quienes deseen conocer las verdaderas motivaciones e ideas esgrimidas en las guerras carlistas, recomendamos la lectura de La formación del pensamiento político del Carlismo (1810-1875), de la profesora Alexandra Wilhelmsen.
[3] A este respecto, aconsejamos la lectura de una obra de Modesto Hernández Villaescusa titulada Recaredo y la unidad católica (1890).
[4] Simonet, Francisco Javier (1897-1903). Historia de los mozárabes de España. Madrid. p. 141.
[5] Acerca de los estudios genéticos al respecto, véanse los artículos Los genes de los vascos no son diferentes (2010); Murcianos, castellanos y catalanes, unidos por el ADN (2010) o Al-Andalus no dejó rastro en la genética del sur de España (2019).