miércoles, 17 de octubre de 2018

«Dios es el principio y fin de todas las cosas». Sermón del Consiliario de las Juventudes Tradicionalistas

El domingo pasado, San Pablo nos rogaba “que viviéramos cual conviene a nuestra vocación [en este caso política] con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, sobrellevándoos mutuamente por amor, guardando solícitos la unidad del espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo espíritu; como también habéis sido llamados por vuestra vocación a una sola esperanza. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, obra por todos y mora en todos nosotros; el cual es bendito por todos los siglos. Amén” (Efesios, IV 1-6).
“Omne agens agit propter finem”

Como respuesta a la vocación política en la Comunión Tradicionalista, debemos conjugar nuestras fuerzas, y sólo lo lograremos si tenemos unidad de fin, si ponemos nuestra inteligencia y voluntad en la prosecución del mismo fin que nos señala claramente el evangelio de San Mateo de este domingo XVII del tiempo de Pentecostés: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todo tu espíritu. Este es el mayor y primer mandamiento. Y el segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. XXII 36-39). Lo que de una manera análoga formula San Ignacio en el principio y fundamento de los ejercicios espirituales.

San Mateo nos exhorta a “buscar primero, ante todo el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. No os preocupéis, entonces, por el mañana. El mañana se preocupará de sí mismo. A cada día le basta su propia pena” (Mt VI, 33-34).  Si estamos todos de acuerdo en que esto es así, habremos alcanzado algo fundamental: la unión de nuestras voluntades, de nuestras almas, que, multiplicando nuestras fuerzas,  las hace superiores a toda fuerza humana, pues se hacen divinas, con vínculos de caridad, vínculos de perfección, encarnando la Comunión que nos hace Iglesia, que nos hace Patria.

La gracia que nos une en la prosecución común de ese único y mismo fin de todos y cada uno, nos protegerá de aquello que la oración de esta Misa nos previene, cuando le pide a Dios que “nos conceda evitar los contagios del demonio”, “Da, quesumus, Domine, populo tuo diabólica vitare contagia: et te solum Deum pura mente sectari” (según la etimología los filólogos nos dicen que diablo significa: el que divide), el diablo divide para vencer, nos hace caer en pecado al dirigir nuestros actos hacia cualquier otro fin que no sea Dios (el pecado se define como  “aversio a Deo, conversio ad creaturas”). Entonces al abandonar como fin último a Dios y desviarnos a cualquier otra creatura, los fines se multiplican tanto como las creaturas y las fuerzas se dividen tanto como los fines, para que desviados de nuestro fin nos debilitemos de tal manera que caigamos en pecado, y derrotados quede destruida toda Comunión.

Los malos muchas veces resultan eficaces y alcanzan éxitos aparentes, porque actúan maquiavélicamente; para ellos el fin justifica los medios y no habría obstáculo que no vencieran sus malas artes, porque ni la mentira, ni el crimen les arredra. Y entonces nosotros nos veríamos limitados en nuestro actuar porque San Pablo nos dice que no podemos hacer cosas malas para alcanzar cosas buenas: “Non sunt facienda mala ut eveniant bona” (Rom. III,8). Esto podría hacernos creer que ante tal planteamiento nuestra acción política está condenada a la derrota, y entonces es cuando nosotros podemos sufrir la tercera y última tentación de Cristo en la montaña, cuando el diablo le ofreció todos los reinos del mundo y su gloria, si postrado le adoraba, y el Señor le venció diciéndole: “Vete Satanás, porque está escrito: adorarás al Señor tu Dios y a El sólo servirás”(Mt IV,10) .

Y es ahora cuando quiero recordaros que los malos no cuentan más que con sus propias fuerzas y las ayudas que suben desde el infierno, y aunque “los hijos de las tinieblas son más sagaces que los hijos de la luz” (Lc. XVI, 8), nosotros contamos con Dios, Él es nuestra fuerza y sabemos en quién hemos confiado, “scio qui credidi” (II Tim. I, 12) y no seremos confundidos. Y con la fuerza divina del Resucitado no pueden contar los malos, esa fuerza está en las almas santas, en las almas en gracia de Dios. Esta es una razón más por la que debemos vivir en estado de gracia; como sarmientos debemos permanecer unidos a la Vid, para poder dar buenos frutos, frutos de vida eterna. Sin la gracia de Dios no somos más que muertos en vida. Nada sin Dios.

Citando un ejemplo, el mundo liberal que ha renunciado a la unidad católica, pretende utópicamente la unidad territorial de España, como tantos conservadores que pretenden embalsamar, para mantener entero el cadáver de un animal sin alma y del toro no queda entera ni la piel. Esto es hacer de la añadidura un fin último. Otros movimientos políticos, que tientan a muchos españoles incautos, que para alcanzar su fin caen en la amalgama democrática, buscando respaldo económico, se venden por un plato de lentejas al mismo sistema. Incluso dentro de nuestras propias filas aquellos que no viven cristianamente olvidan el salmo 125: “Si Dios no trabaja, en vano se fatigan los obreros”.

El tradicionalismo se distingue de todos los demás movimientos por su fin último claro y preciso, trascendente y meridiano: Buscar el reino de Dios y su justicia, o como dice la oración de este domingo: “te solum Deum pura mente sectari”. Fiel a lo fundamental y esencial. Construyendo sobre la piedra angular que es Cristo, despreciada por todos los demás, razón de ser del trono y el altar, de nuestro lema: Dios, Patria, Rey.

En la  segunda parte del precepto: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”, caridad horizontal de nuestra vocación se une como en una cruz con la caridad vertical, pivotante, que une la tierra con lo más alto: Dios, con la horizontal, abierta a los prójimos que viven en esta tierra en un abrazo redentor. Por eso “hacemos política”. Nos preocupan nuestros prójimos, esos que según el orden de la caridad, tienen una prelación en nuestras obligaciones que conjugan nuestros deberes de caridad y justicia.
Estas obligaciones son las que hoy nos debemos plantear: ¿Qué hacemos?, ¿cómo lo hacemos?, ¿qué debemos hacer?, ¿qué NO hemos hecho?; ¿qué hicimos mal?, ¿qué omisiones cometimos y cometemos?

La caridad como virtud operativa nos urge “Charitas Christi urget nos“. Sabemos, “Porque como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Santiago 2,26).
Hemos puesto nuestra FE en Cristo, en Dios Encarnado. Creemos en la Encarnación de Dios y cada vez que rezamos en la Misa el Credo al llegar al “et incarnatus est” nos hincamos, lo mismo hacemos en el último Evangelio al rezar el Prólogo del Evangelio de San Juan. Cada vez que rezamos el Ángelus “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” honramos el centro mismo de nuestra FE en la Encarnación.

El Verbo de Dios Encarnado, como le anunció el Anciano Simeón a María Santísima, sería piedra de tropiezo, escándalo para muchas almas. Lo fue para el ángel más perfecto cuando ante la Encarnación dijo “Non serviam”. Ante el milagro de la transubstanciación eucarística muchos judíos se escandalizaron ante la posibilidad de comer el cuerpo y la sangre del Señor. Y ante la encarnación, con minúscula, de cosas grandes en su concreción material muchos se escandalizan. Por ejemplo, si ante la encarnación de algo tan grande como el sacerdocio en mi yo concreto y personal, o ante la encarnación de la autoridad papal o la autoridad temporal y política en determinado Rey nos podemos llegar a escandalizar, recordemos aquello de Nuestro señor, “Bienaventurado el que no se escandalice de mí” (Lc.VII,23). Por eso no debemos desalentarnos ante las diferentes concreciones en las que encarnamos ese ideal tan sublime que nos ha sido legado: la Tradición. Bajar de lo teórico a lo real, de lo abstracto a lo concreto, por lo general, lleva a muchos militantes a escandalizarse, apostatando, desertando o revelándose. “Es inevitable que haya escándalos, pero ay de aquel que los ocasione, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar” (Mt. 18, 6). Dios nos libre de ser ocasión de escándalo por nuestras incongruencias. Sólo lo podremos evitar si permanecemos muy unidos a Nuestro Señor por la gracia, pues Dios no puede escandalizarse jamás, y a El nadie le puede argüir de pecado.(Jn IX,6) .
Agere sequitur esse.

El ideal, la vocación a la que somos llamados, debemos encarnarla. Hacerla sensible para que sea testimonial, pues sabemos que nada puede llegar al alma sin antes pasar por los sentidos. Nuestro espíritu católico, nuestra militancia tradicionalista, nuestra vocación carlista, la debemos materializar, hacer sensible, percibida por los cinco sentidos de nuestro prójimo, manifestando nuestro ser de manera sensible, visible, palpable, audible, etc.

Nuestro Señor nos recuerda que: “Vosotros sois la sal de la tierra. Mas si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la salará? Para nada vale ya, sino para que, tirada fuera, la pisen las gentes” (Mt. 5, 13). Por lo tanto, debemos ser “gustables”, y en cuanto gustables, no podemos ser unos “sosos”, unos “desaboríos”. Y aunque nos parezca esto un imposible, pensemos que Nuestro Señor se hizo alimento, y fue, también, para darnos ejemplo. Hoy existe una multitud hambrienta que debemos alimentar, que no solo viven de pan, sino que nos devoran integralmente, nos devoran el tiempo, las fuerzas, las economías. Un militante de verdad es un hombre “comido”. Y ante la ferocidad de aquellos que, entre nuestros semejantes, nos devoran, casi que nos produce cierta nostalgia las dentadas fauces de las fieras que devoraban cristianos en el circo. Por eso les animo, antes que a la postre nos devoren los gusanos, a dejarnos comer por nuestros hermanos hambrientos.

También nos dice San Pablo que: «Nosotros somos el buen olor de Cristo» (2 Cor. 2,15). Por nuestras virtudes en medio del hedor de tanto pecado ( Rom. III,10). En medio de las nauseabundas ideologías de la degeneración contemporánea, debemos recordar que en la raíz etimológica de la palabra virtud, está la raíz: “vir”, que quiere decir: hombre, fuerza. Por eso, sin entrar en detalles, el militante tradicionalista no pueda ir oliendo por ahí a perfumes Jean-Paul Gaultier. Muchos de nuestros prójimos tienen el “sensus fidei” y por “olfato” perciben muchas cosas no solo en el orden espiritual, sino también en el orden natural. Procuremos ser de tal manera que seamos odorables, no sólo para quien pueda carecer del oído o la vista, sino también para aquellos que, teniendo el olfato fino, puedan percibir que sois portadores de las más preciosas esencias. Seamos, como el vaso de barro que a los pies de Cristo derrama la Magdalena, existencia que, derramada a los pies divinos inundan la casa de agradable olor. El buen olor es generoso y al soplo del Espíritu lo esparce, lo lleva, allí donde Él quiere.  Mas un alma sin la gracia ni la caridad es un cántaro de vino corrompido, de vinagre, de celo amargo, del que todos huyen solamente por su olor. La pureza de su vida y sus costumbres es un lirio casto y puro que con su aroma exorciza el espíritu inmundo que habita en una ciénaga de impureza en la que están empantanadas tantas almas, donde perecen tantos ideales, donde sucumben tantas voluntades.

La doctrina tradicionalista la debemos vivir, encarnar, para que sea tangible. De lo contrario,  muchos escépticos contemporáneos que, como Santo Tomás no creen si no meten los dedos en las llagas del Señor, jamás nos tomarán en serio si en realidad no hay nada qué “tocar”.
Un carlista es un hijo de la luz, por eso un carlista debe ser visible. Y no se enciende una lámpara para ocultarla bajo el celemín. Debemos ser “Como antorchas en el mundo” (Fil. 2,15). Os exhorto con San Pablo a vivir como “hijos de la luz” (Ef. 5,8ss. 1 Tes. 5,4ss); fuimos en algún momento «tinieblas» ahora que conocéis la verdad sois «luz en el Señor»: en consecuencia debemos vivir como luz, renunciando a las tinieblas del pecado y la ignorancia. Un carlista lleva sobre su frente una boina colorada, evidentemente no es para camuflarse, mimetizándose, con el mundo y en el mundo, sino para hacer visible su identidad. Los carlistas siempre fueron reconocidos como referentes de la ortodoxia, de la sana doctrina.

El respeto humano ha llevado a muchos tradicionalistas a un silencio culpable. Callar ante el mundo, traicionando la verdad, es una cobardía, indigna de nuestros mayores. Muchos de vosotros, con el Bautista, sois una voz que clama en el desierto, haciendo audibles las verdades que no pasan de moda, predicando la verdad que hace libre a los hombres, proclamando con generosidad y valentía la doctrina de siempre, tradicional, que es patrimonio de todos. De la abundancia del corazón habla la boca, tratemos en estos días de vaciarnos de frivolidades y llenarnos de sabiduría. La Fe llega por el oído “fides ex auditu”, no nos cansemos de sembrar, algunas palabras caerán en tierra fértil y darán el ciento por uno.   ¿Dónde irá la sociedad si solo el Señor tiene palabras de vida eterna? ¿Cómo llegará la libertad a las almas si permanecemos callados o diciendo sólo y siempre tonterías?

Encarnar es hacer sensible, hacer sensible es hacer tangible, audible, visible, odorable, gustable.

El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. Y encarnado el Espíritu Católico podremos vivir en la Cristiandad siempre anciana y siempre nueva.

La gracia de la Encarnación es una gracia eminentemente mariana. Que su Corazón Inmaculado nos conceda esta gracia. Participando así, participaremos de su Victoria pues al fin el Corazón Inmaculado ¡TRIUNFARÁ!
El Consiliario

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